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La tortuga de Zenón

La República. Platón

PLATÓN
República, Libro VI, 504 e - 511 e; Libro VII 514 a -517c (traducción de Eggers Lan).



[La obra más importante de Platón. En ella se nos presenta la teoría metafísica de las Ideas en algunos de sus principales aspectos y, por primera vez, estratificada mediante una jerarquización que coloca a la Idea de Bien en su cúspide. Allí el pensamiento ético de su juventud y madurez recibe fundamentación metafísica, a través de la misma idea de Bien. En esta obra se enuncia por primera vez en Grecia una teoría de la ciencia, se formulan planteamientos teológicos, encontramos una concepción antropológica, una teoría de la educación y una concepción de la sociedad.

Estructura

1ª sección. Libro I, discusión sobre la justicia.

2ª sección. Libros II al IV, donde se traza el proyecto político de Platón.

3ª sección. Libros V a VII, la más filosófica sobre la estructura de las Ideas y el conocimiento.

4ª sección. Libros VIII y IX, donde se exponen los diversos tipos de constituciones políticas y los tipos de hombres que le corresponderían.

5ª sección. Libro X, sobre la poesía. Se cierra con un mito acerca de las recompensas que recibe el justo.Leeremos para selectividad un fragmento del libro VI y otro del VII]



Libro VI

- Pero, ¿acaso -preguntó Adimanto- no son la justicia y lo demás que hemos descrito lo su­premo, sino que hay algo todavía mayor?

- Mayor, ciertamente respondí. Y de esas cosas mismas no debemos contemplar, como hasta ahora un bosquejo, sino no pararnos hasta tener un cuadro acabado. ¿No sería ridícu­lo acaso que pusiésemos todos nuestros esfuerzos en otras cosas de escaso valor, de modo de alcanzar en ellas la mayor precisión y pureza posibles, y que no consideráramos dignas de la máxima precisión justamente a las cosas supremas?

- Efectivamente; pero en cuanto a lo que llamas “el estudio supremo” y en cuanto a lo que trata, ¿te parece que podemos dejar pasar sin preguntarte qué es?

- Por cierto que no, pero también tú puedes preguntar. Por lo demás me has oído hablar de eso no pocas veces; y ahora, o bien no recuerdas, o bien te propones plan­tear cuestiones para perturbarme. Es esto más bien lo que creo, porque con frecuencia me has escuchado decir que la Idea del Bien es el objeto de estudio supremo, a partir de la cual las cosas jus­tas y todas las demás se vuelven útiles y valiosas. Y bien sabes que, si no lo conocemos, por más que conociéramos todas las demás cosas, sin aquello nada nos sería de valor, así como si poseemos algo sin el Bien. ¿O crees que da ventaja poseer cual­quier cosa si no es buena, y comprender todas las demás cosas sin el Bien y sin comprender nada bello y bue­no?

- ¡Por Zeus que me parece que no!

- En todo caso sabes que a la mayoría le parece que el Bien es el placer, mientras a los más exquisitos la inteligencia.

- Sin duda.

- Y, además, querido mío, los que piensan esto último no pueden mostrar qué clase de inte­ligencia, y se ven forzados a terminar por decir que es la inteligencia del bien.

- Cierto, y resulta ridículo.

- Claro, sobre todo si nos reprochan que no conocemos el bien y hablan como si a su vez lo supiesen; pues dicen que es la inteligencia del bien, como si comprendiéramos qué quieren decir cuando pronuncian la palabra `bien'.

- Es muy verdad.

- ¿Y los que definen el bien como el placer? ¿Acaso incurren menos en error que los otros? ¿No se ven forzados a reconocer que hay placeres malos?

- Es forzoso.

- Pero en ese caso, pienso, les sucede que deben reconocer que las mismas cosas son bue­nas y malas. ¿No es así?

- Sí.

- También es manifiesto que hay muchas y grandes disputas en torno a esto.

- Sin duda.



- Ahora bien, es patente que, respecto de las cosas justas y bellas, muchos se atienen a las apariencias y, aunque no sean justas ni bellas, actúan y las adquieren como si lo fueran; respecto de las cosas buenas, en cambio, nadie se conforma con poseer apariencias, sino que buscan cosas reales y rechazan las que sólo parecen buenas.

- Así es.

- Veamos. Lo que toda alma persigue y por lo cual hace todo, adivinando que existe, pero sumida en dificultades frente a eso y sin poder captar suficientemente qué es, ni recurrir a una sólida creencia como sucede respecto de otras cosas -que es lo que hace perder lo que puede haber en ellas de ventajoso-; algo de esta índole y magnitud, ¿diremos que debe per­manecer en tinieblas para aquellos que son los mejores en el Estado y con los cuales he­mos de llevar a cabo nuestros intentos?

- Ni en lo más mínimo.

- Pienso, en todo caso, que, si se desconoce en qué sentido las cosas justas y bellas del Es­tado son buenas, no sirve de mucho tener un guardián que ignore esto en ellas; y presiento que nadie conocerá adecuadamente las cosas justas y bellas antes de conocer en qué senti­do son buenas.

- Presientes bien.

- Pues entonces nuestro Estado estará perfectamente organizado, si el guardián que lo vigi­la es alguien que posee el conocimiento estas cosas.

- Forzosamente. Pero tú, Sócrates, ¿qué dices que es el bien? ¿Ciencia, placer o alguna otra cosa?

- ¡Hombre! Ya veo bien claro que no te contentarás con lo que opinen otros acerca de eso.

- Es que no me parece correcto, Sócrates, que haya que atenerse a las opiniones de otros y no a las de uno, tras haberse ocupado tanto tiempo de esas cosas.

- Pero ¿es que acaso te parece correcto decir acerca de ellas, como si se supiese, algo que no se sabe?

- Como si se supiera, de ningún modo, pero sí como quien está dispuesto a exponer, como su pensamiento, aquello que piensa.

- Pues bien -dije-. ¿No percibes que las opiniones sin ciencia son todas lamentables? En el mejor de los casos, ciegas. ¿O te parece que los ciegos que hacen correctamente su camino se diferencian en algo de los que tienen opiniones verdaderas sin inteligencia?

- En nada.

- ¿Quieres acaso contemplar cosas la­mentables, ciegas y tortuosas, en lugar de oírlas de otros claras y bellas?

- ¡Por Zeus! -exclamó Glaucón. No te retires, Sócrates, como si ya estuvieras al final. Pues nosotros estaremos satisfechos si, del modo en que discurriste acerca de la justicia, la mo­deración y lo demás, así discurres acerca del bien.

- Por mi parte, yo también estaré más satisfecho. Pero me temo que no sea capaz y que, por entusiasmarme, me desacredite y haga el ridículo. Pero dejemos por ahora, dichosos amigos, lo que es en sí mismo el Bien; pues me parece demasiado como para que el pre­sente impulso permita en este momento alcanzar lo que juzgo de él. En cuanto a lo que parece un vástago del Bien y lo que más se le asemeja, en cambio, estoy dispuesto a ha­blar, si os place a vosotros; si no, dejamos la cuestión.

- Habla, entonces, y nos debes para otra oportunidad el relato acerca del padre.

- Ojalá que yo pueda pagarlo y vosotros recibirlo; y no sólo los intereses, como ahora; por ahora recibid esta criatura y vástago del Bien en sí. Cuidaos que no os engañe involuntaria­mente de algún modo, rindiéndoos cuenta fraudulenta del interés.

- Nos cuidaremos cuanto podamos; pero tú limítate a hablar.



- Para eso debo estar de acuerdo con vosotros y recordaros lo que he dicho antes y a menu­do hemos hablado en otras oportunidades.

- ¿Sobre qué?

- Que hay muchas cosas bellas, muchas buenas, y así, con cada multiplicidad, decimos que existe y la distinguimos con el lenguaje.

- Lo decimos, en efecto.

- También afirmamos que hay algo Bello en sí y Bueno en sí y, análogamente, respecto de todas aquellas cosas que postulábamos como múltiples; a la inversa, a su vez postulamos cada multiplicidad como siendo una unidad, de acuerdo con una Idea única, y denomina­mos a cada una `lo que es'.

- Así es.

- Y de aquellas cosas decimos que son vistas pero no pensadas, mientras que, por su parte, las ideas son pensadas, mas no vistas.

- Indudablemente.

- Ahora bien, ¿por medio de qué vemos las cosas visibles?

- Por medio de la vista.

- En efecto, y por medio del oído las audibles, y por medio de las demás percepciones to­das las cosas perceptibles. ¿No es así?

- Sí.

- Pues bien, ¿has advertido que el artesano de las percepciones modeló mucho más perfec­tamente la facultad de ver y de ser visto?

- En realidad, no.

- Examina lo siguiente: ¿hay algo de otro género que el oído necesita para oír y la voz para ser oída, de modo que, si este tercer género no se hace presente, uno no oirá y la otra no se oirá?

- No, nada.

- Tampoco necesitan de algo de esa índole muchos otros poderes, pienso, por no decir nin­guno. ¿O puedes decir alguno?

- No, por cierto.

- Pero, al poder de ver y de ser visto, ¿no piensas que le falto algo?

- Si la vista está presente en los ojos y lista para que se use de ella, y el color está presente en los objetos, pero no se añade un tercer género que hay por naturaleza específicamente para ello, bien sabes que la vista no verá nada y los colores serán invisibles.

- ¿A qué te refieres?

- A lo que tú llamas `luz'.

- Dices la verdad.

- Por consiguiente, el sentido de la vista y el poder de ser visto se hallan ligados por un vínculo de una especie nada pequeña, de mayor estima que las demás ligazones de los sen­tidos, salvo que la luz no sea estimable.

- Está muy lejos de no ser estimable.

- Pues bien, ¿a cuál de los dioses que hay en el cielo atribuyes la autoría de aquello por lo cual la luz hace que la vista vea y que las más hermosas cosas visibles sean vistas?

- Al mismo que tú y que cualquiera de los demás, ya que es evidente que preguntas por el sol.

- Y la vista, ¿no es por naturaleza en relación a este dios lo siguiente?

- ¿Cómo?

- Ni la vista misma, ni aquello en lo cual se produce -lo que llamamos `ojo'- son el sol.



- Claro que no.

- Pero es el más afín al sol, pienso, de los órganos que conciernen a los sentidos.

- Con mucho.

- Y la facultad que posee, ¿no es algo así como un fluido que le es dispensado por el sol?

- Ciertamente.

- En tal caso, el sol no es la vista pero, al ser su causa, es visto por ella misma.

- Así es.

- Entonces ya podéis decir qué entendía yo por el vástago del Bien, al que el Bien ha en­gendrado análogo a sí mismo. De este modo, lo que en el ámbito inteligible es el Bien res­pecto de la inteligencia y de lo que se intelige, esto es el sol en el ámbito visible respecto de la vista y de lo que se ve.

- ¿Cómo? Explícate.

- Bien sabes que los ojos, cuando se los vuelve sobre objetos cuyos colores no están ya ilu­minados por la luz del día sino por el resplandor de la luna, ven débilmente, como si no tuvieran claridad en la vista.

- Efectivamente.

- Pero cuando el sol brilla sobre ellos, ven nítidamente, y parece como si estos mismos ojos tuvieran la claridad.

- Sin duda.

- Del mismo modo piensa así lo que corresponde al alma: cuando fija su mirada en objetos sobre los cuales brilla la verdad y lo que es, intelige, conoce y parece tener inteligencia; pero cuando se vuelve hacia lo sumergido en la oscuridad, que nace y perece, entonces opina y percibe débilmente con opiniones que la hacen ir de aquí para allá, y da la impre­sión de no tener inteligencia.

- Eso parece, en efecto.

- Entonces, lo que aporta la verdad a las cosas cognoscibles y otorga al que conoce el po­der de conocer, puedes decir que es la Idea del Bien. Y por ser causa de la ciencia y de la verdad, concíbela como cognoscible; y aun siendo bellos tanto el conocimiento como la verdad, si estimamos correctamente el asunto, tendremos a la idea del Bien por algo distin­to y más bello que ellas. Y así como dijimos que era correcto tomar a la luz y a la vista por afines al sol pero que sería erróneo creer que son el sol, análogamente ahora es correcto pensar que ambas cosas, la verdad y la ciencia, son afines al Bien, pero sería equivocado creer que una u otra fueran el Bien, ya que la condición del Bien es mucho más digna de estima.

- Hablas de una belleza extraordinaria, puesto que produce la ciencia y la verdad, y además está por encima de ellas en cuan­to a hermosura. Sin duda, no te refieres al placer.

- ¡Dios nos libre! Más bien prosigue examinando nuestra comparación.

- ¿De qué modo?

- Pienso que puedes decir que el sol no sólo aporta a lo que se ve la propiedad de ser visto, sino también la génesis, el crecimiento y la nutrición, sin ser él mismo génesis.

- Claro que no.

- Y así dirás que a las cosas cognoscibles les viene del Bien no sólo el ser conocidas, sino también de él les llega el existir y la esencia, aunque el Bien no sea esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia en cuanto a dignidad y a potencia.

-Y Glaucón se echó a reír:

- ¡Por Apolo!, exclamó . ¡Qué elevación demoníaca!

- Tú eres culpable, repliqué, pues me has forzado a decir lo que pensaba sobre ello.



- Está bien; de ningún modo te detengas, sino prosigue explicando la similitud respecto del sol, si es que te queda algo por decir.

- Bueno, es mucho lo que queda.

- Entonces no dejes de lado ni lo más mínimo.

- Me temo que voy a dejar mucho de lado; no obstante, no omitiré lo que en este momento me sea posible.

- No, por favor.

- Piensa entonces, como decíamos, cuáles son los dos que reinan: uno, el del género y ám­bito inteligibles; otro, el del visible, y no digo `el del cielo' para que no creas que hago jue­go de palabras. ¿Captas estas dos especies, la visible y la inteligible?

- Las capto.

- Toma ahora una línea divida en dos partes desiguales; divide nuevamente cada sección según la misma proporción, la del género de lo que se ve y otra la del que se intelige, y tendrás distinta oscuridad y claridad relativas; así tenemos primeramente, en el género de lo que se ve, una sección de imágenes. Llamo `imágenes' en primer lugar a las sombras, luego a los reflejos en el agua y en todas las cosas que, por su constitución, son densas, lisas y brillantes, y a todo lo de esa índole. ¿Te das cuenta?

- Me doy cuenta

- Pon ahora la otra sección de la que ésta ofrece imágenes, a la que corresponden los ani­males que viven en nuestro derredor, así como todo lo que crece, y también el género ínte­gro de cosas fabricadas por el hombre.

- Pongámoslo.

- ¿Estás dispuesto a declarar que la línea ha quedado divida, en cuanto a su verdad y no verdad, de modo tal que lo opinable es a lo cognoscible como la copia es a aquello de los que es copiado?

- Estoy muy dispuesto.

- Ahora examina si no hay que dividir tam­bién la sección de lo inteligible.

- ¿De qué modo?

- De éste. Por un lado, en la primera parte de ella, el alma, sirviéndose de las cosas antes imitadas como si fueran imágenes, se ve forzada a indagar a partir de su­puestos, marchan­do no hasta un principio sino hacia una conclusión.

- Por otro lado, en la segunda parte, avanza hasta un principio no supuesto, partiendo de un supuesto y sin recurrir a imá­genes -a diferencia del otro caso-, efectuando el camino con Ideas mismas y por medio de Ideas.

- No he aprehendido suficientemente esto que dices.

- Pues veamos nuevamente; será más fácil que entiendas si te digo esto antes. Creo que sabes que los que se ocupan de geometría y de cálculo suponen lo impar y lo par, las figu­ras y tres clases de ángulos y cosas afines, según lo investigan en cada caso. Como si las conocieran, las adoptan como supuestos, y de ahí en adelante no estiman que deban dar cuenta de ellas ni a sí mismos ni a otros, como si fueran evidentes a cualquiera; antes bien, partiendo de ellas atraviesan el resto de modo consecuente, para concluir en aque­llo que proponían al examen.

- Sí, esto lo sé.



- Sabes, por consiguiente, que se sirven de figuras visibles y hacen discursos acer­ca de e­llas, aunque no pensando en éstas sino en aquellas cosas a las cuales éstas se parecen, dis­curriendo en vista al Cuadrado en sí y a la Diagonal en sí, y no en vista de la que dibujan, y así con lo demás. De las cosas mismas que configuran y dibujan hay sombras e imágenes en el agua, y de estas cosas que dibujan se sirven como imágenes, buscando divisar aque­llas cosas en sí que no podrían divisar de otro modo que con el pensamiento.

- Dices verdad.

- A esto me refería como la especie inteligible. Pero en esta su primera sección, el alma se ve forzada a servirse de su­puestos en su búsqueda, sin avanzar hacia un principio, por no poder remontarse más allá de los supuestos. Y para eso usa como imágenes a los objetos que abajo eran imitados, y que habían sido conjeturados y estimados como claros respecto de los que eran sus imitaciones.

- Comprendo que te refieres a la geometría y a las artes afines.

- Comprende entonces la otra sección de lo inteligible, cuando afirma que en ella la razón misma aprehende, por medio de la facultad dialéctica, y hace de los supuestos no princi­pios sino realmente supuestos, que son como peldaños y trampolines hasta el principio del todo, que es no supuesto, y tras aferrarse a él, ateniéndose a las cosas que de él dependen, desciende hasta una conclusión, sin servirse para nada de lo sensible, sino de Ideas, a tra­vés de Ideas y en dirección a Ideas hasta concluir en Ideas.

- Comprendo, aunque no suficientemente, ya que creo que tienes en mente una tarea enor­me: quieres distinguir lo que de lo real e inteligible es estudiado por la ciencia dialéctica, estableciendo que es más claro que lo estudiado por las llamadas `artes=, para las cuales los supuestos son principios. Y los que los estudian se ven forzados a estudiarlos por me­dio del pensamiento discursivo, aunque no por los sentidos. Pero a raíz de no hacer el exa­men avanzando hacia un principio sino a partir de supuestos, te parece que no poseen inte­ligencia acerca de ellos, aunque sean inteligibles junto a un principio. Y creo que llamas `pensamiento discursivo' al estado mental de los geómetras y similares, pero no `inteligen­cia'; como si el `pensamiento discursivo' fuera algo intermedio entre la opinión y la inteli­gencia.

- Entendiste perfectamente. Y ahora aplica a las cuatro secciones estas cuatro afec­ciones que se generan en el alma; inteligencia, a la suprema; pensamiento discursivo, a la segun­da; a la tercera asigna la creencia y la cuarta la conjetura; y ordénalas proporcionadamen­te, considerando que cuanto más participen de la verdad tanto más participan de la clari­dad.

- Entiendo, y estoy de acuerdo en ordenarlas como dices.



Libro VII



(514a) --Después de eso proseguí compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una mo­rada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que de­ben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biom­bo, los muñecos.

- Me lo imagino.

- Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan hombres que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diver­sas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.



- Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.

- Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las som­bras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?

- Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.

- ¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabi­que?

- Indudablemente.

- Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan y que ellos ven?

- Necesariamente.

- Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que pasan del otro lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen pro­viene de la sombra que pasa delante de ellos?

- ¡Por Zeus que sí!

- ¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artifi­ciales transportados?

- Es de toda necesidad.

- Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignoran­cia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forza­do a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz, y al hacer todo es­to, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran aho­ra?

- Mucho más verdaderas.

- Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludir­la, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son real­mente más claras que las que se le muestran?

- Así es.

- Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?

- Por cierto, al menos inmediatamente.

- Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hom­bres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continua­ción contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.

- Sin duda.

- Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros luga­res que le son extraños, sino contemplarlo como es en sí y por sí, en su propio ámbito.

- Necesariamente.



- Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las co­sas que ellos habían visto.

- Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.

- Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus enton­ces compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los com­padecería?

- Por cierto.

- Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las re­compensas para aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente an­tes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquéllos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y *preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida?

- Así creo también yo, que padecería cual­quier cosa antes que soportar aquella vida.

- Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?

- Sin duda.

- Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aque­llos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?

- Seguramente.

- Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.

- Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.

1 comentario

macc -

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